domingo, 11 de diciembre de 2011

Saga de 1985: La llegada del rey mono. Parte II

Autor: José Luis Flores
Categoría: Infancia



Con dolor siento que el día de mi cumpleaños se extingue. García sigue durmiendo, yo sigo colgado de su brazo. Todo me dice que algo he hecho mal, que algo no está resultando. Pienso en mis pasos, en esas cosas que no entiendo, pero sobre todo repaso mis planes una y otra vez en mi cabeza, hasta que la canción no me deja tranquilo. ¿Cómo es posible esto?


Respiro, siento un escozor en mi piel, en mi espalda, en mi estómago. Me rasco, al principio suave, sólo quiero sacarme lo que se ha transformado en una picazón. Algo anda ahí abajo en mi piel, son gusanos, quizás me los comí en el almuerzo. Rasco más fuerte. Mi piel se irrita, en algunas partes se adhiere a mis uñas. No siento el dolor hasta un rato más. Aquella cosa bajo mi piel se detiene.
La música se hace más fuerte. Cada quiebre, cada acorde me dice algo, es el verdadero llamado a los ángeles ¿Por qué nadie más oye esto? Subo las escaleras, me detengo en el descanso.
Me concentro en los demás, en mi mami, pero no escucho, no veo, ni siento a nadie. Estoy solo y quiero llorar. Me quedo ahí, a medio camino de todo esperando. Quiero dormirme pero no puedo. Lo entiendo la máquina me ha separado del mundo. ¿Cómo es eso posible?
Tengo frío y esa sensación aumenta cuando escucho el primer golpe. Es la puerta, alguien quiere entrar. El golpe vuelve. Quiero levantarme, buscar refugio en mi pieza, pero soy muy cobarde, incluso para eso. Me quedo esperando un rescate que no llega. Los golpes ahora hacen retumbar las ventanas.
Me aferro a mí mismo, sujetos mis piernas. La picazón regresa, esta vez entre mis piernas. Me refriego fuerte, luego un poco más hasta que la sangre asoma, no es mucha, pero suficiente para darle el triunfo a la comezón que ahora bien puede llamarse dolor.
Me doy cuenta de las marcas que me he hecho. Las siento, pero no soy capaz de verlas en la noche. Mi piel se tensa, no soporto ni el tacto de mis propias manos. Entonces, un nuevo golpe, esta vez es la Casa misma que se tambalea. Sé bien que le duele, que debo abrir la puerta.
Bajo, mis piernas se tocan cuando camino, eso duele también. Siento que eso que vive bajo mi piel se está riendo de mí, moviéndose entre mis pliegues y gorduras. Quizás se esté tomando mi sangre, pero descarto esa idea, soy un embase muy pequeño.
Un nuevo golpe, es fuerte, pero mucho más suave que los anteriores. Voy a enfrentar la puerta. Nunca he podido abrir sus cerrojos, ni cuando recién llegamos y yo quería salir al patio.
Giro el pomo, la puerta no opone resistencias, se abre. Entonces los veo en toda su gloria. Al comienzo me siento mareado. Me apoyo en la misma puerta. Mide poco más de dos veces mi porte, su cuerpo está cubierto de pelo blanco, crespo, apelmazado. Sus ojos son pozos fríos, estrellas blancas, con un tornasol azulino. Huele a azúcar y transpiración. Su gran boca está llena de dientes desordenados, que parecen apuntar a todos lados. A pesar de lo tremenda de esta, no hay espacio para su lengua que como una serpiente amoratada cuelga de un lado, goteando babas en el suelo de la sala de estar.
Al comienzo creo que podría ser un ángel, pero la máquina no está lista, es imposible.
—Yo ya sé que eres—le digo con toda la seguridad que me queda en el cuerpo.
Aquella cosa fija sus ojos sobre los míos. No quiere hablar aún, respeto eso.
—Eres el Rey Mono.
Y su majestad hace una reverencia, como para todo buen noble, ser reconocido lo significa todo.
Tomo su mano y le dejo entrar. Sé que no es un peluche, es un ser peligroso, un ser de la máquina. Vino siguiendo la música que no ha dejado de sonar en toda la noche.
—¿Quieres ver la máquina? —le pregunto sin dejar de mirar a sus ojos.
Su majestad, rey de los simios que ya dejaron este mundo, mueve su cabeza y yo me pregunto si es capaz de hablar. Subimos las escaleras nuevamente. Yo trato de no hacer ruido, no sé porque si sé que estoy solo. Quizás es porque sé que estoy faltándole el respeto a la Casa, que la estoy traicionando.
El monstruo a mi lado es torpe y fuera de proporción. Sus pies no caben en los peldaños, sus brazos son más largos que sus piernas y sus nudillos golpean los escalones mientras va subiendo.
Se detiene en el segundo piso. Entra a la pieza de los viejos. El tío Max es el único que ahí duerme.
—No—digo en tono de ruego.
Entonces me doy cuenta de que aquella lengua púrpura está cubierta de ventosas y viaja en la noche al encuentro del viejo. Juega en su cuello, pero finalmente se introduce por su boca, llenándola por completo.
Es una operación salvaje, extraña. Mi tío se despierta y trata de sacarse esa cosa de la boca. Yo le pido a su majestad, el mono blanco, el señor de los miedos, que se detenga. Para él mis palabras no tienen sentido.
Lo escucho emitir pequeños gemidos que me hacen pensar más en un gato que en un gran simio. Mi tío se retuerce, esta morado y sus piernas parecen las de un enfermo tratando de bailar.
Luego todo es paz, silencio, justo como hace unos momentos. Mi tío ya no respira y el monarca retira su enorme lengua con tranquilidad, devolviendo el cuello del viejo a su dimensión normal.
—Ahora la máquina—dice.
Mis dudas sobre su lenguaje se despejan, puede hablar, pero no quiere hacerlo conmigo. No me hace sentir bien eso. Trato de enfrentarlo, exigirle respuestas, pero aquella cosa sigue sin ganas de hablar y sigue su camino. Entramos en mi pieza. Contempla mi creación en su plenitud, entonces le susurra algo en la penumbra, algo que bien podría ser deja de cantar, pero no estoy seguro. De todas formas la máquina se para.
—Falta el creador de la máquina—dice el mono mirándome.
—Acá estoy.
—No, no estás.
El rey se pone en cuatro patas, hace arcadas y finalmente vomita algo. Lo reconozco, es mi tío Max. Pero hecho una bolita luminosa, su cara se refleja en aquella burbuja. Se revienta al entrar en contacto con la mi creación, que se pone en movimiento. Algo cambió en ella, creo que ha madurado.
—La máquina está cambiando—dice su majestad—pronto tu también cambiarás y los ángeles van a regresar, pero le falta mucha energía. Yo puedo ayudarte, pero antes tengo que asegurarme de que seas capaz del cambio.
Me desnudo frente al rey, él me contempla, hace evaluaciones. Su lengua recorre las heridas que yo mismo me hice, entonces clava su lengua en una de ellas. En mi pierna, algo más arriba de la rodilla, se queda ahí saboreando. Yo no sé si siento dolor o me gusta, pero estoy seguro de que ha encontrado a aquella cosa que vive bajo mi piel.
El Rey Mono se retira de mi cuerpo, lo ha sacado, es un gusano. Lo miro con desprecio y estoy listo para aplastarlo cuando me doy cuenta de que tiene un rostro humano. Es mi mamá.
Mi visitante sonríe y con delicadeza se lleva al parasito a su boca. Se lo traga y sonríe. Aunque era pequeño, aquella cosa parece haberlo dejado satisfecho.
—Yo te ayudo con la máquina, tú me das tus gusanos, ¿estamos de acuerdo?
Asiento, el corazón se me hace chico cuando lo veo irse. Mi cabeza me va a matar. He pasado mucho tiempo con la máquina y aún estoy en este espacio en medio de la nada.
Me meto en mi cama, cierro los ojos con fuerza, espero que esto no sea de verdad, que mañana salga de mi cama y todo sea perfecto, o tan perfecto como las cosas saben ser.  

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